Semblanza de José de Fábrega 

Por Demetrio José Fábrega López 

Con ocasión de la Primera Reunión Familiar del Siglo XXI

a celebrarse en Panamá el 21 de julio del año 2000

Al fijar la mirada con detenimiento en la vida y los tiempos del General José de Fábrega, un hombre que llegó a merecer el reconocimiento de Simón Bolívar en una carta ológrafa, que fue señalado por Bolívar mismo como gobernador y primer mandatario panameño y que además fue visto por sus contemporáneos como "el Libertador del Istmo de Panamá", lo primero que uno siente que surgen en la mente son ciertas preguntas específicas que no es posible contestar con autoridad debido principalmente a la escasez de fuentes y trabajos históricos autorizados. Según la manera personal de ver el mundo y las cosas de los hombres, esas preguntas pueden ser significativas por sí solas o parecernos envueltas en las nebulosas de lo acontecido sin registros ni constancias, y pueden ser además indicadoras de realidades dolorosas y hasta vergonzantes, o tal vez mostrarnos uno que otro atisbo de luz al final del túnel insensato en que una percepción lúcida de la realidad nos diría que estamos metidos todos.

¿A qué se debe que la figura de José de Fábrega sea tan poco conocida, en un país tan pobre en héroes y en figuras heróicas y en próceres verdaderos? ¿Qué explicación hay para que se hayan escrito tantas versiones de nuestra independencia de España que ni le adscriben ni le reconocen el mérito que justamente conquistó su conducta en los momentos decisivos de la ruptura de las cadenas del dominio español, y que haya tan pocos textos que le concedan su justa dimensión? ¿Qué es lo que determina que los gobiernos de Bogotá, a sabiendas de que a él se debió la unión de Panamá con la Gran Colombia, a la vuelta de unos pocos años ya no volvieran a mostrar ni el más mínimo interés en la preservación de constancias adecuadas y abundantes de sus actos, ni se ocuparan de hacer que se divulgara debidamente su valor entre nosotros?

Nuestros textos de historia glorifican la figura de Manuel Amador Guerrero que, por cierto, fue un colombiano que llegó a Panamá, y vivió aquí unos cuantos años, primero como empleado del ferrocarril estadounidense y después como el Presidente de la República que establecieron los barcos de guerra de Estados Unidos y que a la postre se fue a pasar el resto de sus días en ese país sin dejar prácticamente descendencia alguna en nuestra tierra.

Sin embargo, los años y las décadas pasan y la figura de José de Fábrega se va haciendo más y más borrosa e ignorada incluso después de haber sido objeto de honores tan grandes como el de que se diera su nombre a la provincia de Chiriquí en 1850 por el lapso de un año y que en 1855 la Asamblea Constituyente del Estado Soberano de Panamá cambiara el nombre de la provincia de Veraguas por el de provincia Fábrega. No obstante lo anterior, sin el lustre de gloria que rodeó a los descendientes de otros grandes hombres de las guerras de independencia, su familia se extiende y crece dejando incluso que se pierda el "de Fábrega" que, con la sola excepción de mi difunto tío Luis, nadie quiso seguir usando, engatusados todos por las engañifas de los reflejos que las facciones partidistas de Colombia proyectaban sobre Panamá.

Queda tan sólo cubierta por el polvo y gastada por los años la lápida que cubre su tumba en la Iglesia de Santiago y que tiene la siguiente inscripción:

DICHA Y REPOSO PARA MI PATRIA Y VIRTUDES PARA MIS HIJOS. ÉSTAS FUERON LAS ÚLTIMAS PALABRAS DEL SEÑOR GENERAL JOSÉ DE FABREGA, CUYOS RESTOS MORTALES YACEN BAJO ESTA LOSA. SU CARA ESPOSA CON NUEVE HIJOS LO PERDIERON EL 11 de MARZO DE 1841, Y A SU TRISTE MEMORIA LE TRIBUTAN ESTE DEBIDO HOMENAJE DE GRATITUD. ÉL VIVIÓ HASTA LA SENECTUD. SU VIDA PÚBLICA SIEMPRE SOSTUVO EL ORDEN. BAJÓ AL SEPULCRO EXENTO DEL CRIMEN, PADRE AMOROSO, AMIGO FIEL, FUE FRANCO Y GENEROSO CON EL DÉBIL, EL MENESTEROSO Y EL DESVALIDO, Y AL DESAPARECER LEGÓ A SUS DEUDOS HONOR Y VIRTUDES.

Pero volviendo a nuestro intento de desenterrar la verdad del silencio que ha venido a envolver su memoria, preguntémonos ¿por qué sucesivamente los gobiernos de la llamada era republicana, con la excepción de los gobiernos de los hombres de Acción Comunal, han insistido en glorificar a los próceres de 1903 y dejar que el olvido y la ignorancia rodeen la figura de José de Fábrega?

¿Por qué los otros dos países, que como Panamá se unieron temporalmente para formar la Gran Colombia, celebran como día nacional la fecha de la independencia de España y no su posterior separación de Colombia, en tanto que para los panameños se ve gradualmente relegada a una simple celebración bomberil la conmemoración de la magna fecha del 28 de noviembre de 1821?

En las respuestas a estas preguntas hay explicaciones de lo que ha sido nuestro devenir histórico y claves de las causas de lo que ha sido el desarrollo de una clase económicamente poderosa gracias al comercio y a las tierras adquiridas como prebendas políticas, y de que la única verdadera aristocracia que había tenido el Istmo se fuera asimilando cada vez más dentro de la general medianía complaciente y sumisa ante el poder, sin más sentido de grandeza que el que a veces surgía en las conversaciones familiares. Cabe aquí recordar que Thomas Jefferson escribió que en un país los mercaderes son los menos capaces de patriotismo porque la fuente de su sustento la tienen en otras tierras.

Algunas de esas respuestas quedarán consignadas en estas líneas porque, en fin de cuentas, hemos entrado en un momento de la historia humana en que para poder decir cosas y obtener que se divulguen es preciso callar otras, dejándolas a un lado con la ilusión de que algún día se vayan a cantar claramente y las conozcan todos. Las demás las dejamos para otra ocasión, si es que llega a presentarse nuevamente una ocasión en el devenir de nuestras sociedades en que la verdad histórica pueda prevalecer sobre el interés inmediato de los poderosos.

En la línea de la familia que parte de la unión de una de las hijas de Justo Arosemena con un descendiente directo de José de Fábrega, hay cosas que nadie sabe, que a nadie le han enseñado, y que han permanecido ignoradas precisamente debido al elegante pudor de las grandes almas, incapaces de escribir sus propios himnos de victoria.

Por ejemplo, ¿quién sabe que en el documento de ratificación del tratado Hay-Bunau Varilla por la Junta de Gobierno de Panamá en 1904 la única firma que no aparece es la de don Julio J. Fábrega? Antes que divulgar la gallardía que representa un gesto semejante en aquellas circunstancias, era más conveniente para los poderes constituidos y para los poderesos que los constituyeron sencillamente lanzar a los cuatro vientos la frase falsaria del "tratado que no firmó ningún panameño". Divulgar el gesto de Julio J. equivalía a dar a conocer que el tratado de 1903 lo habían firmado todos los miembros de la Junta de Gobierno que hoy ocupan nombres de calles y de plazas y tienen estatuas como próceres insignes, y divulgar que Bunau Varilla no actuó sin autorización y que su venta de Panamá fue ratificada por los troncos de varias familias de nombres rimbombantes.

En qué libro de historia, o incluso, en qué anecdotario hay constancia del gesto de Alfonso Fábrega cuando, con una familia numerosa y sin fortuna, fue nombrado Magistrado de la Corte Suprema de Justicia, y cuando el Presidente que lo había nombrado lo llamó para pedirle una especial consideración en un caso de un amigo político, el viejo Alfonso sólo le contestó: "Señor Presidente, ya sé lo que me está pidiendo!", y acto seguido envió un mensajero a la Presidencia a entregar su renuncia irrevocable.  ¿Quién lo ha escrito? ¿Quién lo ha publicado? ¿Acaso ha sido recogido como ejemplo para las generaciones futuras en alguna ceremonia o en alguna campaña de rescate de los valores cívicos? El gesto de Alfonso Fábrega era una estocada al hígado precisamente a lo que representan esas campañas de supuestos valores.

¿Dónde están las constancias históricas del reconocimiento del increíble e irrepetible trabajo de Octavio Fábrega en 1967 cuando fué la única voz en el Consejo Nacional de Relaciones Exteriores que se levantó contra los proyectos de tratados llamados "Tres en Uno" y discutió y rebatió e incansablemente fue desbaratando todos los argumentos de sus defensores, y terminó su última intervención señalando al Presidente Robles con un índice acusador, y diciéndole: "Señor Presidente, si usted firma eso, le van a decir más que al hombre de 1903"?

¿Qué clase de homenaje o de tributo público se le ha rendido a José Isaac Fábrega en la Universidad de Panamá donde fue uno de los más brillantes profesores durante muchísimos años en la cátedra de Ciencias Políticas, y después de haber sido Director de "La Estrella de Panamá" y candidato a la Presidencia de la República en 1948, si ni siquiera se sabe que el diccionario Larousse incluyó su nombre en la sección de hombres y lugares importantes? ¿En qué clase de periodismo o en que hagiografía torrijista se ha mencionado siquiera el trabajo del diario "La Hora" bajo la dirección de Demetrio Fábrega, contra los tratados "Tres en Uno", cuando no llegaban a media docena las voces que se atrevían a denunciar el intento de una nueva venta de la Patria?

Estos gestos o desplantes o paradas singulares son ecos, tal vez, de aquel extraño testamento de José de Fábrega, cuando en su lecho de muerte dijo que les dejaba a sus hijos el ejemplo de sus virtudes, pero las virtudes a que se refería José de Fábrega no obtienen favores políticos ni caben en quienes medran en la vida pública porque los otorgan o para otorgarlos. Ignoraba nuestro viejo antepasado que había comenzado una época de la historia humana en que las únicas virtudes cardinales eran la virtud del dinero y la del poder, en tanto que la mentira, la simulación, la duplicidad y la hipocresía irían haciéndose virtudes subalternas.

Son ecos, por cierto, que es mejor ocultar y sofocar para que no salgan los esqueletos del armario, como ocurriría si, por ejemplo, se supiera que entre el exiguo número de los que se opusieron vertical y verbalmente a los tratados de 1967 e hicieron posible que se produjera la entrega de la Zona del Canal a Panamá, no hay ninguno que tenga casa en las áreas revertidas ni le ha tocado a ningún familiar de ellos nada absolutamente dentro de la espantosa repartición que se ha estado haciendo con esa enorme riqueza nacional. Se podría filtrar entonces hasta la conciencia colectiva la noción de que fue una invención aquello de la lucha generacional y lo que sería más peligroso todavía, el pueblo podría cobrar conciencia del propósito que tenía esa invención.

Ahora bien, antes de entrar en los hechos históricos propiamente dichos y en la tesitura de los tiempos y los hombres de entonces, cabe contestar igualmente otra pregunta contemplando el género de críticas que las mentes mezquinas o las susceptibilidades heridas suscitan.

¿Cómo es que puede reconocérsele mérito a un militar de España que se pone al frente de una rebelión contra la corona española y conduce al triunfo a los insurrectos?

Independientemente del hecho de que José de Fábrega nació en Panamá y en Panamá se crió y fundó un hogar y vivió la mayor parte de su vida, y entre panameños tuvo más amigos y conocidos, la respuesta a esta pregunta la da mejor la historia de todo el movimiento independentista de la América entera, desde Estados Unidos hasta la Patagonia, porque la independencia de las naciones americanas se da precisamente como consecuencia de que algo muy hondamente arraigado en la conciencia de la civilización occidental se viene abajo y se ve sustituido por todo un orden distinto de ideas y de principios morales, desde el momento en que la Independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa riegan por el planeta entero la noción de que el tiempo de los reyes ha llegado a su fin y la noción de que el momento de la voluntad soberana de las masas alborea.

No hay país en todo el Nuevo Mundo que no cuente en las filas de sus héroes de independencia a quienes en un momento dado sirvieron a las armas de la corona de España, como de igual manera muchos de los padres de la patria en Estados Unidos fueron durante buena parte de sus vidas muy buenos súbditos de la monarquía inglesa.

A finales del siglo XVIII las cosas cambiaron tan radicalmente y en forma tan acelerada que hubo enseguida una reacción en las cortes europeas para contrarrestar el empuje de la democratización por medio de la mediatización de la democracia, entre otras cosas. El hombre había dejado de ver a sus semejantes con los mismos ojos de antes, y el legendario trastrocamiento del príncipe y el mendigo había sentado sus reales en forma permanente en todos los continentes de modo tal que sólo la ignorancia, la degradación de la educación pública y la manipulación harían posible que el hombre volviera a ser el lobo del hombre. Pero eso queda también para otra ocasión porque nos saldríamos del marco de recordar al patriarca que nos congrega ahora.

Veamos, eso sí, qué es lo que estaba ocurriendo en Europa y en el Nuevo Mundo, o sea en lo que hoy se ha dado en llamar Occidente, porque la esencia misma de la cultura occidental tiende a hacer que lo demás sea aleatorio, incidental o accidental.

Son los primeros años del siglo XIX cuando el estandarte tricolor de Francia asuela los campos de Europa bajo la pretensión de llevar el mensaje del nuevo orden social que consagra la declaración de los derechos del hombre, pero en 1804, en la Catedral de Nuestra Señora de París, el supuesto liberador de las masas de siervos europeos se toma para sí el orbe y el cetro y la púrpura imperiales.

Simón Bolívar estaba en París entonces y pocas cosas lo impresionaron tanto como la coronación de Napoleón, tal vez porque, mirándola con los ojos de ahora, nos revela hasta dónde puede llegar la capacidad del ser humano para la mentira y la falsedad y hasta qué punto puede no tener límites la ambición en el ser humano que no ha sido tocado por el dedo de la gracia que a nuestro José de Fábrega sí alcanzó. Para entender como pensaban estos hombres, recordemos lo que escribió Bolívar sobre la ocasión: "Se hizo emperador y desde aquel día lo miré como un tirano hipócrita, oprobio de la libertad y obstáculo al progreso de la civilización". No olvidemos que, tan pronto se logró la independencia, el Libertador del Istmo se apartó por completo de la vida política y no procuró ventajas ni para él ni para ningún familiar o amigo.

Mientras servía en los ejércitos reales españoles, ¿qué ocurre de pronto? Nada menos que los franceses invaden España y dejan a los españoles sin rey efectivo, porque pusieron a quien les vino en gana en sustitución de Fernando VII. ¿Y las matanzas de los franceses en España, como las que Goya inmortalizó, se comparan acaso con las matanzas que cometían los españoles en América y que en triste ocasión tuvo la orden de ejecutar nuestro antepasado?

Nada queda que no sea incierto en esos tiempos. Estados Unidos está en guerra con Inglaterra para defender una independencia que no le reconocían; México y la América del Sur son un hervidero de levantamientos y asonadas y grandes batallas, y el destino de un pueblo puede decidirse en una jornada, en tanto que la vida de sus líderes puede depender de una palabra a tiempo o a destiempo.

Es el momento en que el hombre íntegro puede llegar a ver que no hay más asidero que la propia integridad, y que no hay principios válidos aparte de los propios principios, y que no hay ni poder ni gloria mayores que el no tener ningún apetito ni de gloria ni de poder. La prueba más dramática, tal vez, sea la que dio San Martín cuando se encontró con Bolívar y, sin que nadie haya podido explicar el motivo, se salió del camino y le dejó libre todo el mando. Las dos grandes figuras de la liberación americana, con las capas agitadas por el aire andino, ¿qué nos dicen? ¿Por qué San Martín le cede a Bolívar la primacía en la liberación del Alto Perú, sin importarle un bledo la oportunidad de gloria que de ese modo soslayaba? Eran tiempos en que campeaban los hombres para quienes lo único que importaba eran las ideas, la satisfacción interior de vivir conforme a principios, la generosidad frente al amigo y frente al desconocido por igual, y la lealtad a la propia conciencia. Quien era el abanderado o el depositario del poder después eran asuntos de importancia menor.

En los documentos que pueden hoy en día constituir fuentes para un trabajo profundo sobre la historia del Libertador del Istmo, su nombre aparece escrito de diferentes maneras. Joseph, Josef, José, y hasta hay uno en que simplemente se le menciona como José Fábrega, cosa que es, por cierto, muy común en los archivos y papeles oficiales de entonces, cuando el idioma mismo parecía indeciso en cuanto a la adopción de giros, formas y reglas de ortografía.

No creo que ésta sea la ocasión ni está en mí la capacidad para intentar ir más allá de los meritorios trabajos de Juan Antonio Susto y de Ernesto Castillero sobre la época y su principal figura. Sin embargo, vale la pena recordar algunas cosas curiosas y otras trascendentales sobre las cuales hay unanimidad entre los historiadores nacionales y los que en España se han ocupado de nuestra independencia.

José de Fábrega tenía menos de dos años de edad cuando se produce la Declaración de Independencia de Estados Unidos, iba a cumplir quince cuando se da la mayor de las sacudidas que haya habido en una sociedad humana y el mayor cambio en la historia de las ideas, con un pueblo que se toma el poder por la fuerza y marca el fin del derecho divino de los reyes decapitando a los monarcas franceses.

A los veintitrés años de edad se graduó de teniente, fue capitán a los treinta y seis, y a los cuarenta y uno teniente coronel. A la edad de cuarenta y siete años se le confirió el cargo de Comandante General y Gobernador de Panamá. Aparte de la distinción singular de haber sido honrado con el grado de cadete a los tres años de edad por dispensa especial, se trata, pues, de una carrera militar sin nada de inusitado ni de particularmente impresionante, prácticamente toda vivida en calidad de militar subalterno.

Sin embargo, es preciso tener en mente las enormes transformaciones que se estaban dando en el mundo con imperios que se derrumbaban, reyes decapitados por voluntad popular, generales que se hacían coronar como emperadores, y principalmente el ocaso final del destino predecible de los hombres en estratificaciones sociales inamovibles e inexpugnables que había prevalecido durante siglos. Inesperadamente la humanidad entera entraba en un torbellino de cambios. Por ejemplo, en menos de tres décadas el pueblo de Francia mata a sus reyes, proclama los derechos del hombre y después vitorea a un Emperador, y hasta combate y muere por él.

Matar y morir nada tenían de extraordinario, como tampoco lo tenían los cambios de fronteras ni el fin de un imperio ni el nacimiento de otro. El hombre había descubierto que podía ser el autor de su propio destino y amo de los destinos ajenos también. Había descubierto el alcance a la vez divino y diabólico de la libertad cuando no está sometida a nada aparte de la propia conciencia.

Entonces es cuando sobreviene la gran jornada del 28 de noviembre de 1821, y José de Fábrega llega por primera vez a un momento de trascendencia moral sin la calidad de militar subalterno, y hasta podría decirse que estrenaba la capacidad de decidir conforme a la propia conciencia y a la inclinación del propio corazón. ¿Y qué es lo que ocurre entonces? ¿Qué es lo que sistemáticamente los gobiernos colombianos y los gobiernos colonialistas que los sucedieron han tratado de mantener oculto, sepultado en la noche de la historia como un cuento de caminantes sin significado ni valor?

José de Fábrega tiene que decidir si dispara los cañones de España contra sus coterráneos panameños, contra amigos y conocidos respetados y queridos, compañeros de tertulias y de alianzas familiares, contra almas como la suya en que los nuevos vientos habían llegado a prevalecer. De su voluntad dependía si el poderío militar restante en el Istmo y la vecindad de las poderosas guarniciones españolas en Cuba nos mantenían como un islote sumiso, plegado a una monarquía odiada y minada incluso entre los suyos.

De esa decisión nace la independencia de Panamá, la verdadera independencia, la que pudo haber hecho que los panameños pasearan su gentilicio con orgullo por el mundo entero, y no como putativos súbditos complacientes de otro imperio. Así lo reconoce Francisco de Paula Santander cuando le comunica la noticia a Bolívar y escribe: " Me atrevo a indicar que, puesto que el Coronel Fábrega ha sido el primer agente de la revolución, debía quedar de Comandante de Armas de la ciudad y provincia de Panamá".

El ocultamiento del 28 de noviembre, la farsa de convertir un día semejante en un simple desfile de bomberos con dianas al amanecer bien rociadas de licor en los patios de los poderosos de turno tiene un significado doloroso y vergonzante. Incluso para los que nunca levantarían un dedo contra el actual dominio hegemónico que vivimos, la verdad sería mejor y más honrosa.

¿No está acaso esta conspiración del silencio vinculada a la persecución y al ostracismo que han sufrido historiadores como Terán, o el hecho de que sesenta años después del hecho nos enteremos de que Ricardo J. Alfaro recuperó en Estados Unidos la copia de la Convención del Canal Ístmico que correspondía a Panamá y que un panameño servil le había entregado a un enviado de Estados Unidos después de la ratificación? ¿Cuantas otras respuestas necesita la figura severa y austera de José de Fábrega para alcanzar el sitial que le corresponde en la historia de América?

Cuando renazca una generación de hombres severos e íntegros, como las figuras más preclaras de Acción Comunal, con líderes capaces de decir que no, incluso frente al país más poderoso, con políticos capaces de reconocer la victoria del contrario con una sonrisa, con funcionarios en cuyas vidas nunca hubo espacio para el peculado ni para el cohecho, entonces tal vez se sufragará debidamente la tarea de rastrear e investigar la vida y la obra de José de Fábrega. Si ese día llega, comprenderemos entonces el valor que tenía aquel legado aparentemente escuálido y soberbio y oscuro que nos dejó al decir en su lecho de muerte que nos dejaba el ejemplo de sus virtudes. Pero ese día sólo podrá llegar cuando haya suficientes almas que pongan la integridad y la solidaridad y el honor por encima de todo asomo de codicia o de egoísmo o de venalidad. Como están hoy las cosas, para eso será necesario que Dios se acuerde de nosotros, y que de verdad, de verdad se acuerde.

Para los que llevan su nombre, valga recordar hoy las palabras de Juan de la Cruz Mourgeón cuando entrega a José de Fábrega el mando político y militar del istmo en septiembre de 1821: "Tengo la satisfacción de haber elegido a Vuestra Señoría por ser el hijo del país que ha de mandar, en cuyas manos deposito la llave de dos mares para premiar sus servicios, y porque las virtudes que le adornan corresponden a la confianza que Vuestra Señoría me merece".

Pensemos en las responsabilidades que emanan del hecho de ser descendientes de quien recibió en depósito esa llave de los dos mares que después unió el Canal de Panamá, y que supo morir dejándole a sus deudos únicamente sus virtudes.

En la carta que le escribe Bolívar a José de Fábrega le dice que el acta de independencia de Panamá "es el monumento más glorioso que puede ofrecer a la historia ninguna provincia americana. Todo está allí consultado: justicia, generosidad, política e interés nacional". Pensando ahora en la historia que desde entonces ha vivido nuestro istmo y en lo que hemos llegado a ser, veremos la grande y terrible y dolorosa falta que nos hacen las virtudes que nos legó José de Fábrega.

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Perfil del General José de Fábrega

Por el Dr. José Rafael Wendehake

Ofrenda a los Delegados del Congreso Bolivariano de 1926

Panamá, Junio 22 de 1926

El loco rodar de los días contemporáneos en que las sociedades sólo se agitan y viven para el placer, hace olvidar cada vez más la memoria de aquellos hombres de la edad heroica que desaparecieron en el limbo del pasado; y, entre esa pléyade, esperando aún la hora de la Justicia está el nombre de un varón istmeño que con el mayor desinterés del mundo lanzó a su patria a la Independencia!

Soldado valeroso e infatigable, dedicado por temperamento a la gloriosa carrera de las armas, José de Fábrega formó su carácter en las duras disciplinas de la milicia, adquiriendo una alta posición en el Istmo no sólo por su abolengo y su fortuna, sino por sus raras prendas personales que lo señalaron desde sus primeros años como un ardiente enamorado de la Justicia y del noble ideal republicano.

Tenía una testa viril con una frente amplia que debió acariciar desde joven la idea de la Independencia, y un rostro enérgico donde dos claros ojos azules brillaban sobre unas mejillas sanguíneas, soportando su faz un cuello erguido y un continente sólido que, moldeado dentro del vistoso uniforme de general de la Gran Colombia, daban a su persona elegante y atractiva por excelencia si no la fiel imagen bolivariana, sí la de aquellos varones de heroica fibra hidalguesca, pertenecientes a la casta de los genuinos emancipadores. Además, en aquel varón austero, en cuyo recio temple de alma sobresalían la fortaleza y la masculinidad, palpitaba el corazón de un patriota ardoroso, lo que unido a su gran valor y energía de carácter, lo llevaron a alcanzar el eminente prestigio de que gozó entre aquellos hombres que, enamorados de los ideales magnos, sacrificaron hogar, vida y fortuna luchando por la Independencia!

Cuando en 1821 salió con sus tropas de Panamá para Quito el General español Murgeón, Capitán General del Nuevo Reino de Granada, Fábrega, en su carácter de Jefe de la Plaza de la Capital, convocó en la Casa del Cabildo a todas las corporaciones eclesiásticas, civiles y militares, a las que se unió una inmensa muchedumbre que clamaba por la libertad.

Aquel hombre, consciente de su destino y acreditado en su patria con una altísima personalidad moral por su nobleza de alma y gran republicanismo, fue el varón señalado por la suerte en esas supremas horas de agitaciones e inquietudes para darle a su tierra natal el más anhelado y supremo bien. En tal virtud proclamó la Independencia el día 28 de Noviembre de 1821 y, nombrado por sus compatriotas Jefe Superior del Istmo, comunicó a Bolívar, en los siguientes términos, el fausto acontecimiento:

"Excelentísimo Señor:

Tengo la alta complacencia de comunicar a V.E. la plausible nueva de haberse decidido el Istmo por la independencia del dominio español. La villa de los Santos, de la compresión de esta Provincia, fue el primer pueblo que pronunció con entusiasmo el sagrado nombre de Libertad y enseguida casi todos los demás pueblos imitaron su glorioso ejemplo"…

Por lo que a mí toca, Excelentísimo Señor, la efusión de mi gratitud es inexplicable, al haber tenido la satisfacción única capaz de llenar el corazón humano, cual es merecer la confianza pública en circunstancias tan críticas para gobernar el Istmo independiente: y sólo puedo corresponder a tan alta distinción con los sacrificios que estoy decidido a hacer desde que me he consagrado, como deseaba, a la patria que me ha visto nacer y a quien debo cuanto poseo"…

El Libertador al tener la feliz noticia le escribe, diciéndole:

"No me es posible expresar el sentimiento de gozo y admiración que he experimentado al saber que Panamá, el centro del Universo, es segregado por sí mismo y libre por su propia virtud. El acta de independencia de Panamá es el monumento más glorioso que puede ofrecer a la historia ninguna provincia americana. Todo está allí consultado: justicia, generosidad, política e interés nacional. Transmita, pues, usted a esos beneméritos colombianos el tributo de mi entusiasmo por su acendrado patriotismo y verdadero desprendimiento. (Nota: El Coronel José de Fábrega, quien en 1821 lucía las condecoraciones de San Hermenegildo y de Isabel la Católica, fue ascendido al grado de general de la Gran Colombia por el Libertador Simón Bolívar en 1827).

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Posteriormente en 1830, José de Fábrega, por haberse opuesto a la insurrección del General José Domingo Espinar, fue preso y expulsado de la capital con órdenes de ser fusilado al desembarcar en cualquier puerto del Istmo.

Imaginémonos entonces a este varón hidalgo, enérgico y patriota con el rostro sañudo batido por el viento, vertiendo lágrimas viriles en aquellas horas negras en que dentro de un buque de vela cruzó la Punta Brava del Golfo de Montijo, para desembarcar y seguir bajo las lluvias tempestuosas, guiado acaso por la tenue fosforescencia de las luciérnagas que volaban al paso tembloroso de la mula, que a través de las grandes marismas, de los guasimales y de los lagunatos pestilentes lo llevaba a combatir la tiranía de Espinar y las diablerías de Alzuru, que convertido en fiero lobo, avanzaba sembrando el terror y la desolación en los pueblos istmeños, de donde huían con sus caras tristes, enflaquecidas y palustres los timoratos campesinos como marasmos ambulatorios.

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En aquellos días trágicos formó en el Interior una división que, unida después a las fuerzas combinadas de Herrera y de Miró, ascendía a 1600 hombres, los cuales triunfaron contra 1900 en el combate de la "Albina de Bique" donde quedó sepultada la loca aventura de la insurrección. (Nota: El General Fábrega formó su contingente militar en la Provincia de Veraguas, la que posteriormente llevó por algún tiempo su valioso nombre)

Pasada la tormenta bélica, los pueblos todos del interior del país vieron llegar la paz como el lucero de oro de la mañana, y con ella la coronación del prestigio del viejo fundador de la Patria, que no pedía como recompensa a los méritos innegables de sus sacrificios, ni áureas minas ni extensos hectareages, sino un lugar en el solar istmeño habitado por gentes buenas y sencillas donde ir a pasar sus últimos días pues. como un hombre que había luchado, tenía derecho a la tranquilidad.

Entonces se dirigió hacia una villa conventual, dormida y encantadora en su aristocrática tristeza, en cuyo seno de noble pueblo castellano se respira el aroma de mejores y lejanas centurias.

Desde lejos sus torres agrietadas por los siglos; sus verdes palmeras que columpian sobre los techos bermejos de sus casonas antiguas que, amplias y tranquilas, convidan a disfrutar del sosiego y la paz, del oxígeno y de las sutiles esencias que emanan de sus huertos sembrados de resedas, limoneros, almendros, naranjos y granados sangrientos, bajo cuyas frondas brota el agua dulce de sus pozos brocales, donde en otro tiempo abrevaban su sed los caballos jadeantes que arrastraban por tierras longincuas, los coches viejos y empolvados, procedentes de Pocrí y Aguadulce.

Porque el viajero que recorría desde la Costa esos interminables 70 kilómetros por llanuras soledosas, sofocantes y ardientes, para internarse en la Villa prócer del Gran Ducado de Veraguas, venía atraído por la justa fama de esa aldea monacal, religiosa y patricia, cuna de las grandes familias istmeñas, por cuyas venas circula si no la denominada "sangre azul", sí la de la más pura sangre del país. De allí que de su seno salieran varones hidalgos y de sanas conductas, genuinos caballeros de patillas y barbas a la española que llevaban en el rostro plasmado la bonhomía y cuyas palabras eran siempre oro de buena ley; y matronas sencillas, fecundas y amorosas, de conciencia tranquila y firmes hasta la muerte, que dejaron como herencia sus virtudes morales a esas inconfundibles doncellas santiagueñas, rozagantes y llenas de los más tiernos candores; con sus rostros tan dulces que el transeúnte se detiene a gozar en la contemplación de esta raza de mujeres privilegiadas que unen a su inconsciente toda la gracia de una belleza primaveral.

Convertido Fábrega en tierno jefe de familia, en una tranquila casa de esa villa campeona donde se deslizaba serena y reposada la existencia, acompañaban allí al gran varón istmeño su consorte, una noble dama que era su reina y su rosa venida desde los jardines del Rimac con el nombre de Doña Carmen de la Barrera, hija del Procurador General de Lima, y dos gentiles musas hogareñas llamadas Mercedes y María cuyas manos perfumaban con romero y albahaca la ropa blanca del patricio, que diligentes y amorosas con una pureza de colegialas pedían por su vida en el oratorio de la mansión solariega, elevando en sus frecuentes plegarias a la Virgen miradas angélicas que fluían de sus ojos parecidos a las lindas gemas teñidas por la luz de los cielos. Y para completar la dicha de aquel honorable hogar, el buen Dios como una bendición de su vida fue enviándole sucesivamente a Carlos, Francisco, José, Eustacio, Luis, José de la Rosa, José Manuel y Wenceslao, quienes iban a heredar el valor y la energía, la moral rectilínea y la ortodoxia del viejo y rígido general, tocándole derramar después en noches lóbregas bajo el fuego del fusil asesino su valiosa sangre en cumplimiento de sus deberes oficiales, respectivamente, Luis como Juez departamental de Veraguas, y Carlos como Gobernador de la hospitalaria e inmensamente triste Santa Marta.

Debieron ser los mejores días de la larga y agitada existencia del gran soldado istmeño que había realizado la obra cumbre de libertar a su Patria del Gobierno Virreinal, aquellos años que pasara en unión de su compañera y de sus hijos lejos de las intrigas, de las luchas y ambiciones de los hombres en la ciudad capital.

Figurémosle entonces viviendo horas felices en medio de la rural tranquilidad de su granja de "La Peana" en las vecindades de Santiago, entre gentes campechanas, de trabajo y de paz, dedicadas al cultivo de las verdes y feraces tierras istmeñas, allí donde el sol infunde la alegría de sus fulguraciones sobre las rubias espigas de los maizales y los dorados frutos del naranjo, y crece fuerte y aromosa la hierba que va a dar sangre bravía a las vacas ubérrimas y a los toretes puberales. (Nota: "La Logia", "La Peana" y "Tierra Hueca" eran haciendas de ganado pertenecientes al General Fábrega, siendo la segunda propiedad después del General Luis García Fábrega).

A principios de marzo de 1841, aquel ilustre anciano, de casi 70 años, abatidas sus fuerzas por fiebres perversas y debilitantes, presentaba en su rostro la máscara nefrítica, donde unos ojos cansinos intoxicados por la uremia anunciaban ya la palidez helada de la muerte.

En la mañana del once una onda de melancolía inundó aquel puritano rincón de provincia llenando de congoja a todos los corazones que oyeron en medio de la tranquilidad conventual que baña allí a las gentes y a las cosas, doblar las campanas en el viejo torreón de la Iglesia Mayor.

Lamentos de mujeres y gritos infantiles se oían en los amplios portales y en la plaza vecina a la casa mortuoria, cuando salía el cadáver del gran patriarca istmeño conducido por los dolientes, por los fieles amigos y por las cultas y religiosas gentes del buen pueblo de Santiago.

En el templo una multitud de aldeanos entristecidos, con los labios mudos y los rostros pálidos y cabizbajos escuchaban el canto funeral de los clérigos en medio de nubes de incienso que oscurecían las coronas de flores y los ojos luminosos de los cirios, mientras una loza negra cubría en la nave principal, los restos del noble y desinteresado Libertador del Istmo, cuya vida fue toda una existencia venerabilísima, sin ambición de lucro ni vanos honores, dejando a sus numerosos descendientes como un valioso testamento moral para la Historia, estas palabras excelsas: "DICHA Y REPOSO PARA MI PATRIA Y VIRTUDES PARA MIS HIJOS."

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